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Frases | Virginia Woolf, Al faro

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    Admin
  • 6 nov 2017
  • 8 Min. de lectura

Debo admitir que he anotado bastantes frases de esta maravillosa obra de Virginia Woolf. Cada frase que anotaba en mi diario resultaba conmovedora y culposa a la vez. Pero, ¿Por qué? He encontrado sentirme identificada con cada una de ellas... con ella.


Así que prepárate es una lectura larga, te estoy advirtiendo.

Dado que a los seis años pertenecía ya a la gran familia de quienes son incapaces de separar un sentimiento de otro, y están obligados a permitir que las esperanzas futuras, con sus alegrías y sus penas, oscurezcan la realidad presente, y dado que para tales personas, incluso cuando no son más que niños, cualquier giro de la rueda de las sensaciones tiene poder para cristalizar y fijar el momento sobre el que descansa su sombra y su luz.
Si hubiera tenido a mano un hacha, un atizador para el fuego o cualquier otra arma capaz de agujerear el pecho de su padre y de matarlo, allí mismo y en aquel instante, James la hubiera empuñado con gusto.
Era incapaz de decir algo que no fuese verdad; nunca modificaba los hechos; nunca renunciaba a una palabra desagradable en servicio de la conveniencia o del placer de ningún mortal, y menos aún de sus propios hijos, que, carne de su carne y sangre de su sangre, tenían que estar al tanto desde la infancia de que la vida es difícil; de que en materia de hechos no hay compromiso posible; y de que el paso a la tierra legendaria en donde nuestras esperanzas más gloriosas se desvanecen y nuestros frágiles barquichuelos naufragan en la oscuridad, requiere, por encima de todo, valor, sinceridad y capacidad de aguante.
Pero, en cuanto a ella, nunca lamentaría, ni por un momento, las decisiones tomadas, ni rehuiría las dificultades ni se desentendería de sus obligaciones.
entonces, de pronto, se dio cuenta de lo que le estaba pasando, lo entendió con toda claridad: la señora Ramsay era la criatura más hermosa que había visto nunca. Con estrellas en los ojos y velos en los cabellos, adornada con ciclamen y violetas silvestres…, ¿qué tonterías estaba pensando? Tenía por lo menos cincuenta años y ocho hijos. Atravesando campos florecidos y llevándose al pecho capullos tronchados y corderos caídos; con estrellas en los ojos y el viento en los cabellos… Le cogió la bolsa.
Charles Tansley sintió un orgullo extraordinario; sintió el viento y el ciclamen y las violetas porque, por primera vez en su vida, caminaba junto a una mujer hermosa y le llevaba la bolsa.
En el momento en que comprobaba la inevitable divergencia entre imagen y lienzo se apoderaban de ella los demonios que con frecuencia la llevaban al borde de las lágrimas y que hacían tan temeroso como pueda ser para un niño recorrer un pasillo oscuro el paso de la idea a la pincelada.
Con frecuencia era eso lo que sentía: que luchaba contra obstáculos terribles para no perder por completo el valor; para decir «pero lo que veo es eso; precisamente eso», y poder estrechar así contra el pecho algún miserable resto de su visión, que mil fuerzas contrarias se esforzaban con ahínco por arrebatarle.
Y era entonces también, mientras empezaba a pintar, cuando, de manera fría y ventosa, le imponían su presencia otras cosas, su propia insuficiencia, su insignificancia.
«¿Estoy enamorada de todo esto», al tiempo que movía la mano para señalar el seto, la casa, sus hijos? Era absurdo, imposible. No se podía decir lo que se deseaba decir.
¿Cómo funcionaba, al fin y a la postre todo aquello? ¿Cómo juzgar a las personas, pensar en ellas? ¿Cómo sumar esto y lo de más allá y concluir que era agrado, o desagrado, lo que se sentía? ¿Y qué valor había que dar a aquellas palabras, después de todo?
Usted tiene grandeza, continuó, mientras que el señor Ramsay carece por completo de ella, porque es mezquino, interesado, vanidoso, egoísta; mimado en exceso; tiránico; mata a trabajar a la señora Ramsay; pero posee aquello de lo que usted (dirigiéndose al señor Bankes) carece: un ardiente desprecio del mundo; no sabe nada sobre trivialidades y le gustan los perros y sus hijos, que suman ocho. Usted, en cambio, no tiene ninguno.
Los libros, pensó, se multiplicaban solos. Nunca tenía tiempo para leerlos. Incluso, desgraciadamente, los libros recibidos como regalo y dedicados por la mano misma del poeta: «Para aquella cuyos deseos son órdenes»… «La Helena más feliz de nuestros días»…, era vergonzoso confesarlo, pero nunca los había leído.
Nadie tuvo nunca un aspecto más triste. Amarga y negra, a mitad de camino, en la oscuridad, en el pozo que llevaba desde la luz del sol hasta las profundidades, quizá se formó una lágrima; se derramó una lágrima; las aguas se agitaron en esta y en aquella dirección, la recibieron y se inmovilizaron. Nadie tuvo nunca un aspecto más triste. Pero ¿se trataba sólo de apariencia?, decía la gente. ¿Qué había detrás de su belleza, de su esplendor?
en ella simplemente como mujer, había que atribuirle una personalidad original que se manifestaba mediante caprichos; o suponer algún deseo latente de despojarse de aquella realeza formal como si su belleza, y todo lo que los hombres decían de la belleza, le aburriera, y sólo quisiera ser como otras personas, insignificante. No estaba seguro. No lo sabía.
a menudo le parecía no ser más que una esponja empapada al máximo en emociones humanas.
Era un disfraz; era el refugio de un hombre a quien asustaba reconocer los propios sentimientos, que no podía decir: Esto es lo que me gusta, esto es lo que soy;
se preguntaban cuál era la necesidad de aquellos ocultamientos; por qué estaba necesitado de continuas alabanzas; por qué un hombre tan valeroso en las ideas tenía que ser tan pusilánime en la vida; curiosamente, *** NO HAY *** venerable y risible resultaba al mismo tiempo.
Los Ramsay pasaban a formar parte del universo irreal pero emocionante y cautivador en que se convierte el mundo visto a través de los ojos del amor. El cielo les era consustancial; los pájaros cantaban a través suyo. Y, lo más emocionante, incluso, en su opinión, mientras veía al señor Ramsay acercarse y retroceder y a la señora Ramsay sentada con James junto a la ventana y las nubes en movimiento y a los árboles inclinándose, era cómo la vida, aunque estuviera hecha de pequeños incidentes aislados que se vivían uno a uno, acababa por rizarse y unirse en una ola que nos arrastra y nos tira, arrojándonos violentamente sobre la playa.
Sin duda el mundo debería compartirlo en el caso de que el señor Bankes pudiera explicar por qué aquella mujer le gustaba tanto; por qué verla leyendo un cuento de hadas a su hijo pequeño tenía sobre él precisamente el mismo efecto que la solución de un problema científico.
Que las personas amaran de aquel modo, que el señor Bankes sintiera aquello por la señora Ramsay (lo miró, absorto en su contemplación) era estimulante, era exaltante.
Que mirase todo lo que quisiera; ella aprovecharía para contemplar un instante su propio cuadro. Era para echarse a llorar. ¡Malo, muy malo, malísimo! Podría haberlo hecho de manera diferente, por supuesto;
Y nadie lo vería; nunca se colgaría en ningún sitio, y se acordó del señor Tansley, susurrándole al oído «Las mujeres no saben ni pintar, ni escribir…».
¿Qué arte había allí, accesible tan sólo al amor o a la astucia, gracias al cuál se conseguía el acceso a aquellas celdas secretas?
¿Acaso el amor, como la gente lo llamaba, podía hacer un solo ser de ella y de la señora Ramsay?
¿Podía dejar de ser como era? Nadie se atrevería a acusarla de esforzarse por impresionar a nadie. Se avergonzaba con frecuencia de cómo iba vestida. Y no era ni dominante ni tiránica.
¿Por qué tienen que crecer y perderlo todo? Nunca volverán a ser tan felices.
Allí estaba, delante de ella, la vida. La vida: se puso a pensar, pero el pensamiento quedó sin conclusión. Contempló la vida, porque tenía una clara sensación de su presencia, de una cosa real, privada, que no compartía ni con sus hijos ni con su marido. Entre la vida y ella se producía algo semejante a una transacción: ella estaba de un lado y la vida de otro, y ella siempre procuraba sacar lo mejor de la vida, como la vida lo sacaba de ella;
tenía que admitir que aquella cosa a la que llamaba vida le parecía terrible, hostil, dispuesta a saltarle a uno encima si se le daba la menor oportunidad.
Por esa razón, sabiendo lo que les esperaba —amor y ambición y ser desdichados y estar solos en sitios horribles—, no podía dejar de preguntarse muchas veces: ¿Por qué tienen que crecer y perderlo todo?
los niños no olvidan nunca. Por eso era tan importante todo lo que se decía y se hacía,
Porque ahora ya no necesitaba pensar en nadie. Podía ser ella misma y estar sola. Y eso era lo que, con frecuencia ya, sentía que necesitaba: tiempo para pensar; en realidad, ni siquiera para pensar: más bien para estar callada, para estar sola.
tenían que comprender que nuestra apariencia, las cosas por las que se nos conoce, son simples chiquilladas. Por debajo, todo está oscuro, todo se extiende, todo es insondablemente profundo; pero de cuando en cuando salimos a la superficie y por eso se nos conoce.
Resultaba curioso, pensó, cómo, cuando alguien estaba solo, se apoyaba en las cosas, en las cosas inanimadas; árboles, ríos, flores; sentía que daban expresión a su propio ser, que se convertían en él, que lo conocían; que, en cierta manera, eran él, y sentía de ese modo la misma ternura irracional por las cosas (contempló el largo destello luminoso) que por uno mismo.
Con la cabeza había sabido desde siempre que no existen razón, orden ni justicia, tan sólo sufrimiento, muerte, pobreza. No existía felicidad duradera; también lo sabía.
No podía hacer nada por ayudarla. Tenía que limitarse a verla. La verdad, en toda su crudeza, era que él le hacía la vida más difícil, porque era irritable, picajoso y había perdido la calma con motivo de la excursión al faro.
En ocasiones le parecía que su marido estaba hecho de manera distinta a otras personas; que había nacido ciego, sordo y mudo ante las cosas ordinarias de la vida, pero con vista de águila para las extraordinarias.
eran muchísimos los cuadros que no había visto; sin embargo, a veces se hacía la reflexión de que quizá fuese mejor no verlos: sólo servían para que uno se sintiera desesperanzadamente descontento con su propio trabajo.
—Es curioso que, si bien casi nunca se recibe por correo nada que merezca la pena, siempre se desea tener cartas
¿Para qué vivimos? ¿Para qué hacemos tantos esfuerzos a fin de que la raza humana siga adelante? ¿Es de verdad tan deseable? ¿Resultamos atractivos como especie?
había comprendido, al advertir cómo su anfitriona se sorprendía de que Carrie Manning siguiera existiendo, que las amistades, incluso las mejores, son una cosa muy frágil.
Era la manera de mirar de Augustus, diferente de la suya. Pero el hecho de mirar lo mismo les unía.
a partir de entonces se llevaban estupendamente y ella se fingía aún más ignorante de lo que era en realidad, porque al señor Ramsay le gustaba decirle que era tonta.
¿acaso había algo más serio que el amor del hombre por la mujer, acaso había algo más imponente, más impresionante, puesto que portaba en sus entrañas las semillas de la muerte?
¡Qué insignificante se sentía al lado de Paul! Él, resplandeciente, ardiente; ella, distante, satírica; él, ligado a la aventura; ella, amarrada a la orilla; él, lanzado sobre las olas y despreocupado del peligro; ella, solitaria, excluida…, por lo que, dispuesta a implorar una participación en la catástrofe, si se llegaba hasta la catástrofe,
ella no necesitaba casarse, no estaba obligada a sufrir aquella degradación. Estaba a salvo de aquella pérdida de la propia identidad.
frente a lo transitorio, lo pasajero, lo espectral, como un rubí; de manera que de nuevo aquella noche tenía el sentimiento de paz, de descanso, que ya había experimentado anteriormente durante el día. Con momentos así, pensó, se construye la realidad que permanece para siempre. Esto permanecerá.
¿Quién podía decir qué era lo que iba a durar…, tanto en literatura como en cualquier otro campo?
Como todas las personas estúpidas, tenía cierto grado de modestia, cierta consideración por los sentimientos de los demás que, de cuando en cuando por lo menos, la señora Ramsay encontraba atractiva.

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